Después de un tiempo con la “tinta seca” he decidido empezar de nuevo este blog con el artículo que leí ayer de Almudena Grandes.
Ella lo llama el instante decisivo...ese instante en el que dejas atrás todo y empiezas el futuro con mucho miedo, pero lo empiezas. Pero me quiero centrar en las mujeres que no se deciden a dar ese paso...por muchas razones y motivos, los cuales no merecen reproches sino comprensión y desde luego lo que menos merecen son las miradas cargadas de reproches de los que más tendrían que apoyarlas...no es fácil, nada es fácil, ¿Quién dijo que la vida era fácil..?
Normalmente no sabremos jamás los motivos de esas mujeres que no se deciden a dar el paso...podemos imaginarlos pero nunca jamás ponernos en su piel...ni en sus miedos.
No son cobardes, son supervivientes.
Aquí os dejo el artículo que os he comentado arriba y me ha llevado a esta pequeña reflexión, no pido comprensión pero si respeto y ayuda hacía esas mujeres que no les resulta nada fácil, abrir la puerta y dejar todo, y no precisamente material.
EL INSTANTE DECISIVO de Almudena
Grandes, publicado en El País Semanal el día 13 de Julio de 2014, y
que no me deja copiar y no tengo impresora, así que lo copio.
Calculó que eran las cuatro de la
mañana, y giró la cabeza muy lentamente para mirar la hora en el
despertador. Los números verdes marcaban las 3.58, pero al
comprobarlo no hizo ningún movimiento, aún no. Él debía de estar
durmiendo, pero ella se fiaba tan poco de su sueño como de su
vigilia, así que esperó un poco más, y a las 4.02 le rozó con la
mano para que le diera la espalda y dejara de roncar. Sólo
entonces, muy despacio, sacó la pierna izquierda de la sábana y la
hizo descender hasta que su pie tocó el suelo. Cuando logró
levantarse sin hacer ruido, los números ya habían llegado a las
4.11. Todavía avanzarían tres minutos más antes de que lograra
escurrirse por la puerta de su dormitorio, que al acostarse había
dejado entreabierta.
A la hora de comer, él había llamado
para anunciar que no iba a pasar por casa. He quedado a cenar con
Fernando, ya sabes que está muy deprimido, como le acaban de
despedir y...Y que te quiero mucho, cariño, muchísimo, más que a
nada en el mundo, ya lo sabes, perdóname porque te quiero, es que me
vuelvo loco de cuánto te quiero...Ella ya estaba acostumbrada a esas
llamadas, las explosiones de amor que sucedían a las otras, el tono
de voz meloso, compungido, que casi la hería tanto como los golpes
de la noche anterior. Siempre era así, siempre igual, porque él no
podía volver a casa como si tal cosa, no podía sentarse a cenar con
ella, ver la televisión, hablar con los niños, y por eso, siempre,
después, salía con sus amigos y dejaba pasar un día entero antes
de volver a ser el de antes, el hombre con el que se había casado.
Siempre era igual, pero aquella vez todo sería distinto.
Lo había pensado centenares de veces,
pero siempre había creído que sería incapaz. Y sin embargo, aquel
día comprendió que iba a hacerlo, porque él llegaría tarde y
borracho, porque su hijo mayor estaba en un campamento, porque la
niña se había ido a pasar unos días con su hermana, porque sí se
ponía un vestido estampado, de tirantes, él podría confundirlo
fácilmente con un camisón, porque le bastaría salir de la
habitación y ponerse unas chanclas para echarse a la calle, porque
tenía que hacerlo, porque no podía más, porque tenía que irse,
porque se iba...
Y se fue. Había escondido las
zapatillas debajo del sofá, y una nota para explicarle que había
puesto una denuncia contra él por malos tratos y que no le convenía
perseguirla, detrás de la panera. La dejó en la mesa baja del
salón confiando en que su marido no lograra localizar la casa de
acogida en la que iba a refugiarse antes de que la policía le
hiciera una visita. Al salir de la comisaría, había hecho una
maleta con lo más imprescindible y la había llevado hasta su nuevo
piso, en la otra punta de la ciudad. Le había parecido una casa
pequeña y triste, como las mujeres que vivían en ella, y al
conocerlas, la idea de abandonar su piso, que le había costado tanto
dinero, tanto esfuerzo, y que era tan bonito, luminoso y alegre, le
pareció más triste todavía, aunque no vaciló. Creyó que eso
significaba que todo lo demás sería más fácil, pero se
equivocaba.
En el último instante, la mano derecha
sobre el picaporte de la puerta, se dio la vuelta y contempló la
casa que dejaba atrás, los muebles que había escogido uno por uno,
las fotos de sus hijos, ese retrato tan horroroso que el niño le
había hecho para el Día de la Madre y que colgaba enmarcado en el
vestíbulo, las flores de tela no mucho más bonitas que recibió de
la niña en el mismo día, unos años después. Y que seguían
estando en la estantería, la foto de su boda, los recuerdos de los
viajes, una figurita de Corfú, una caja de cerámica y metal que
compraron en un pueblo de Marruecos, la bola donde nevaba sobre la
Torre Eiffel...
Durante un instante pensó que estaba
renunciando a su vida, a toda su vida, su memoria, sus aficiones, sus
pequeños placeres. Quizás no vuelva a tener una casa como esta
nunca más. Quizás no vuelva a ser feliz, quizás esté sola el
resto de mi vida. Durante un instante estuvo a punto de volverse
atrás, de echarse a llorar sin hacer ruido, y desandar el camino, y
volverse a la cama, y dormir para volver a vivir como antes, como
todoss esos días en los que lo único que quería era morirse.
Entonces, sin previo aviso, unas lágrimas cómplices, mansas y
silenciosas, empezaron a caer de sus ojos, y sin pensar bien en lo
que hacía, levantó el brazo en un movimiento brusco para
limpiárselas.
El dolor fue tan insoportable que unas
lágrimas distintas brotaron sobre las que empapaban sus mejillas, y
un quejido se confundió con el ruido de la puerta al abrirse. Antes
de darse cuenta, estaba en la calle.
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