Empezamos a vivir en la casa blanca, la que parecía de azúcar.
Cristina era feliz como una chiquilla, fuimos comprando los muebles, las cortinas, las figuras, todo a gusto de ella, era como si fuera montando su casa de muñecas a tamaño real y en vez de los muñecos inanimados, que aguardaban que unas manos los movieran, eramos nosotros, felices de formar nuestro hogar.
No le gustaban las habitaciones por las que no pasaba el viento y el sol.
con esa sonrisa brillante en su cara; todas las cortinas eran como un velo de novia, trasparentes...se movían solas, como si tuvieran vida propia.
Levábamos viviendo más de dos meses allí y no había ni una sola sombra en nuestros días.
Una noche la oí, hablaba muy bajito, le decía a alguien que no estuviera descalza en el jardín, que no era bueno en noches de niebla.
Y luego escuché una risa nerviosa, que no era de Cristina.
Volvió a la cama y la sentí muy fría, mucho. La abracé para hacerla entrar en calor pero no la sentí a mi lado.
Ahora, por las noches vigilaba su sueño, todas las noches al filo de las dos de la madrugada, Cristina bajaba a la puerta del jardín, la que daba al saloncito de la música y hablaba con alguien, cada noche más tiempo, hasta que llegué a oír la voz que le contestaba, era la de una niña pero no pude verla...
Cristina se volvió silenciosa y tenía mal color, su cara había perdido su tono sonrosado y ahora parecía blanca como la leche, con las ojeras moradas enmarcando sus grandes ojos, esos ojos del color de las avellanas que ahora parecían volverse grises como si un velo los envolviera.
Una mañana, desayunando me dijo: Aquí ha vivido alguien, no es una casa nueva, me has engañado o te han engañado a ti cuando la compraste.
No supe decirle, balbuceé,me habían dicho, pero no pasaba nada, era nuestra casa, nosotros la haremos volver a latir.
Me miró y no me contestó.
Al salir de la casa me dirigí a la tienda del barrio donde nos servían el pedido cada dos días.
La dueña, Adela, con su blanco delantal se sorprendió al verme porque no era el día en el que entraba a dejarle el papel con el pedido.
-¿Que quiere, señor? ¿Algún problema con su pedido?
No sabía como preguntarle, estaba nervioso, me sudaban las manos...
-Mire, Adela, le dije, quisiera saber si conoció a las personas que vivieron antes en mi casa.
-Pues claro, una pena, señor, una gran desgracia...
-¿Sabe? murieron todos...
No podía articular ninguna palabra...pero Adela ya no dejaba de hablar:
Eran los Mendoza, el Doctor Mendoza y su hermosa familia, Doña Clara, bellisima y delicada como una orquídea y su hijita Inés, una criatura como un angelito, rosada de piel y con su cabello rubio lleno de tirabuzones.
-Una desgracia...
Me atreví casi con un hilo de voz: -¿Que pasó?
-La niña enfermó con una epidemia de cólera y el padre no pudo salvarla, como salvó a muchos pacientes. Con su pena, un día se pegó un tiro y dejó a Doña Clara, que ya no se había levantado de la cama, sola en esa casa, su criada, una chica muy espabilada, Juanita, me decía que se estaba volviendo loca, que decía ver su hijita en el jardín, todas las noches; empezó a empeorar, tan apenas comía y ya no reconocía ni a la muchacha que la acompañaba día y noche.
Una mañana, Juanita la encontró en la bañera con las venas cortadas, ya no se pudo hacer nada por ella.
Juanita se casó con el suministrador de los productos de droguería y antes de irse a la capital con su ya marido me dijo: pasa algo en esa casa, oigo voces y risas y en el baño había unas pisadas pequeñas, y las alfombras aparecen manchadas con esas huellas, con barro.
Siguió contándome Adela: cuando vimos que habían comprado la casa nos alegramos, verla vacía parecía un fantasma. ¿Tienen algún problema? Me preguntó con voz de confidencia.
-No, era curiosidad, muchas gracias, le contenté.
Me alejé de allé lo más deprisa que pude.
Esa tarde volví pronto a casa, había llovido desde la última hora de la mañana y una temperatura alta hacía que el ambiente fuera bochornoso.
Entré en casa y lo primero que vi fue el espejo tapado con un paño.
-Cristina, la llamé varias veces y alzando la voz, ya que no oía nada en casa, ni el más mínimo ruido.
De pronto la vi bajar las escaleras con un camisón blanco, etéreo, liviano y su cabello suelto, parecía con su palidez, una aparición.
-No grites, me dijo, puedes despertarla...
-¿A quien? le pregunté ansioso.
-A la niña que estaba en el jardín, me ha dicho si la dejaba entrar porque llovía, y ahora duerme arriba.
Subí todo lo rápido que me dieron las piernas, abrí la puerta de la habitación que Cristina me indicó con su mano, y no había nadie. La cama estaba intacta, pero vi los espejos tapados. Le pregunté a Cristina porque los había cubierto y me dijo que a la niña le daban miedo.
Llamé a nuestro Doctor y le pedí que viniera a la mayor rapidez posible, después de reconocer a Cristina, a solas, bajó las escalera, yo lo esperaba abajo, sin quitar la vista de la puerta de nuestra habitación.
Me sonrió y me dijo: Enhorabuena, van a ser padres, su esposa esta embarazada, tiene algo de anemia pero nada que una mejor alimentación y unos paseos al sol no pudiera arreglar, era joven y saludable, no había mayor problema, todo iría bien.
Cuando subí a la habitación, Cristina tenía un cierto brillo en los ojos, como si fuera fiebre, pero ambos estábamos felices, nos abrazamos y antes de que la doncella despidiera al doctor, bajé para comentarle el extraño cambio de Cristina, me contestó: joven, eso es el embarazo, tranquilo, cuando nazca el bebé, todo pasará. Y se fue.
Los días se sucedían con sus noches, noches en las que seguía escuchando la voz de Cristina y la de una niña que nunca veía. hablaban y reían, ya no en el jardín, si no en la habitación que habíamos preparado para el bebé.
A los seis meses de embarazo, una noche me desperté asustado...me sentía húmedo y pegajoso. Encendí la vela de la mesilla y vi a Cristina envuelta en sangre, la cama, su camisón, yo, el suelo; todo era sangre!!!
La llamé, la toqué, Cristina, Cristina, no me contestó.
No la sentía respirar, su tripa no se movía...su corazón no latía.
Bajé corriendo a llamar a la doncella para que avisara al Doctor.
Cuando subía a la habitación, escuché la risa de una niña y luego algo que me dejó paralizado: En esta casa solo puede haber un niño y no me iré jamás de aquí!!!
Entré en la habitación que iba a ser para el bebé y alcancé a ver como una sombra pequeña con un camisón blanco y manchado de barro, con el pelo enmarañado y descalza, entraba en un trozo de espejo que no estaba cubierto por la tela.
Enterramos a Cristina con nuestro hijo no nacido.
Cerré la puerta de la casa blanca como el azúcar y me fui de la ciudad. Volví a Buenos Aires, nunca me he vuelto a casar y jamás he vendido la casa, aunque he tenido ofertas por ellas, esta allí, dejando que la naturaleza del jardín se funda con las habitaciones...los muebles y objetos que una vez hicieron de esa casa nuestro hogar.
Han pasado más de cuarenta años, nunca he olvidado lo que pasó en esos meses y no tengo espejos en mi casa.
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